Un versículo: “Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro, lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”.
Un comentario postal: Vemos a Jesús en el entorno del lago de Galilea, una vez concluido su discurso eucarístico, teniendo un nuevo encontronazo con los letrados y fariseos, en esta ocasión, por el tema de las abluciones o pureza ritual que sus discípulos no practican, y que son de gran importancia para el modo de comprender los fariseos la fe judía. Y Jesús va a aprovechar esta ocasión para defender a sus discípulos de esta acusación.
A Jesús le molesta la actitud legalista y formalista de los fariseos que se quedan en los superficial y externo del gesto sin alcanzar con su mirada el interior. Cita incluso al profeta Isaías cuando dice: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío...”. En cambio para Jesús lo que más vale del hombre es su interior. Lo bueno y lo malo salen del interior, dirá con fuerza, detallando una serie de pecados que tienen su fuente en el corazón del ser humano, y contaminan y hace indigno a la persona.
Estas palabras de Jesús nos ayudan a discernir entre lo que son costumbres humanas y lo que es voluntad y ley de Dios, subrayando siempre, como lo hace el Señor, la primacía de la voluntad divina. Asimismo Jesús no quiere dejar pasar por alto el valor de la conciencia, que es la raíz de todo comportamiento humano y el criterio de los actos morales. Es por eso que Jesús da más importancia a la pureza de corazón y de conciencia que a las costumbres rituales de limpieza exterior: “Lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”.
Si Jesús alaba siempre los gestos que brotan del interior de la persona, y que son sinceros, vivos y llenos de significado, ¿cómo no vamos a orientar nuestro corazón para que nuestra manera de vivir refleje lo que nos mueve? Hay que estar alerta, ya que la tentación de que nuestra fe y nuestra espiritualidad se deformen y desfiguren su sentido más profundo está presente en nuestra vida, de ahí que sea necesario cultivar nuestra espiritualidad y depurarla antes que se vicie nuestra práctica religiosa y nuestros gestos queden vacíos y sin sentido.
Elevemos nuestra mirada a María, la llena de gracia, para que nos ayude a vivir nuestro seguimiento de Cristo con verdadera pureza interior, autenticidad evangélica y fecundidad de buenas obras de amor y de justicia.
Un símbolo: Varios libros con un martillo de juez encima.
Una pregunta: ¿Qué piensas de la expresión: “Uno vale, lo que vale su interior”?
Un versículo: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.
Un comentario postal: En la conclusión del capítulo sexto de san Juan, se nos muestra el final del discurso del pan de vida, con la reacción, no de los judíos, sino de los discípulos, los seguidores de Jesús, que le dicen: “Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?”. La adhesión total que Jesús les pide les resulta inaceptable, de ahí que su reacción sea “echarse atrás” y abandonarle…
Aquello que ocurrió entonces se ha venido repitiendo a lo largo de toda la historia, y seguro que conocemos en nuestra vida a personas concretas que un día formaron parte del grupo de los discípulos, y sin embargo, luego “se echaron atrás y no volvieron a ir con él”. Movidos por mil y una razones han dejado aparcado a la persona y al mensaje de Jesús, y arrastrados quizás por una fe débil, vacilante e insuficiente no han sabido descubrir en Jesús al Enviado de Dios, que es camino, verdad y vida. Aunque también estas personas nos pueden hacer reflexionar sobre la manera como hemos vivido nosotros la fe siendo testigos de Cristo Resucitado.
Y a continuación, Jesús le pregunta a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Y Pedro, portavoz del grupo, responde con una hermosa confesión de fe: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Pedro sabe que ante la pregunta clara y directa de Jesús tiene que responder sin ambigüedades, y acepta a Jesús como su única esperanza. Pedro descubre en él palabras llenas de espíritu y vida, un modo de ser que le toca en lo más profundo y transforma su existencia.
¿Quién no ha experimentado momentos difíciles y complejos donde ha sido necesario tomar una decisión fundamental y optar por un camino rechazando necesariamente otros? Al igual que en un cruce de caminos, tenemos la posibilidad de elegir hacia un lado o hacia otro, según donde deseemos llegar, así al escuchar la palabra de Jesús, antes o después, de un modo u otro, surge en nuestro interior la necesidad de decidir si seguir a Jesús o abandonarle, si aceptar su palabra o rechazarla.
Renovemos la confianza que un día depositamos en Jesús y aprovechemos para reafirmar nuestro compromiso de seguir sus pasos, escuchar sus enseñanzas y vivir con la entrega y el amor con el que vivió.
Un símbolo: Un cruce de caminos señalando varias direcciones.
Una pregunta: Cómo reaccionamos cuando el Señor nos exige: siguiéndole con mayor fidelidad o abandonándole y dejando de caminar con él?
Un versículo: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre”.
Un comentario postal: En el discurso del “Pan de Vida” que continuamos leyendo en la eucaristía dominical un domingo más, Jesús continúa ahondando en el mensaje que desea transmitir a los judíos y a sus discípulos. Si en otras ocasiones se ha presentado como Pastor que guía y conduce a las ovejas hacia fuentes de vida, o como Maestro que enseña, o como Médico que cura y sana, hoy lo hace como Alimento verdadero que da vida, por eso puede decir con fuerza: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna (…). Mi carne es verdadera comida y mi carne es verdadera bebida”. Comprender adecuadamente estas palabras de Jesús (“comer”, “beber”, “carne”, “sangre”) es fundamental para sacar el máximo partido a lo que nos quiere comunicar.
Existen otros alimentos y otras bebidas, pero el que nos ofrece Cristo es, sin duda, el auténtico que nos llena y vivifica totalmente. Por eso, si queremos llevar una vida cristiana es imprescindible “comer” el cuerpo de Cristo y “beber” su sangre, participar en esa comida y esa bebida que es la eucaristía. No es lo mismo comulgar que no comulgar. Es necesario participar en el banquete eucarístico, ya que no se trata de una opción más o menos importante, más o menos oportuna. Y es esa participación permanente, personal y vital la que establece en nosotros una comunión con la persona de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”, y además pone Jesús como ejemplo la relación existente entre él y el Padre: “…y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”.
Existen otros alimentos y otras bebidas, pero el que nos ofrece Cristo es, sin duda, el auténtico que nos llena y vivifica totalmente. Por eso, si queremos llevar una vida cristiana es imprescindible “comer” el cuerpo de Cristo y “beber” su sangre, participar en esa comida y esa bebida que es la eucaristía. No es lo mismo comulgar que no comulgar. Es necesario participar en el banquete eucarístico, ya que no se trata de una opción más o menos importante, más o menos oportuna. Y es esa participación permanente, personal y vital la que establece en nosotros una comunión con la persona de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”, y además pone Jesús como ejemplo la relación existente entre él y el Padre: “…y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”.
Un símbolo:La mano de un sacerdote dando la sagrada comunión
Una pregunta: ¿Me doy cuenta que he de alimentarme de Jesús Eucaristía para crecer en mi vida cristiana?
Un versículo: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado”.
Un comentario postal: Como vamos viendo en estos domingos, el relato evangélico es un discurso de Jesús, a partir del signo (milagro) de la multiplicación de los panes, donde Jesús presenta la imagen de sí mismo como pan de vida que ha bajado del cielo. Los judíos expresan una clara incredulidad ante sus palabras, pues todos saben quién es y conocen que es “el hijo de José” (origen terreno), de ahí que no puede decir que “ha bajado del cielo”. La misma objeción de los judíos se repite generación tras generación ya que para aceptar la fe hay que creer en Jesús de Nazaret. En él Dios se ha encarnado en un tiempo determinado y en un espacio concreto, y se nos ha dado a conocer de este modo. Ser cristiano significa aceptar este hecho.
Y, a continuación, Jesús les responderá invitándoles a no criticar ni murmurar, sino más bien ponerse a la escucha del Padre y dejarse atraer por él y creer en Jesús. Ciertamente el Padre es el único que puede hacer brotar esa atracción en el creyente, y si nos dejamos arrastrar por la voz de Dios, antes o después, de un modo u otro, sintonizaremos plenamente con Jesús, porque tanto su mensaje como su persona tienen una fuerza tan atractiva y arrolladora como transformadora y liberadora. Debemos ser dóciles dejando a un lado las posibles resistencias que nos puedan dejar marcados.
No hay que perder el tiempo buscando atajos imposibles, cuando el camino que hay que recorrer está ante nuestras narices y es el Maestro quien nos lo enseña en sí mismo: “Nadie ha visto al Padre sino el que viene de Dios”. Habla desde la experiencia y sabiendo lo que dice.
Y Jesús dando un paso más dirá: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo para la vida del mundo. El que coma de este pan vivirá para siempre”. Sin duda este pasaje nos recuerda mucho a la Eucaristía, donde Jesús Resucitado se hace presente bajo las especies del pan y del vino. Dios es alimento. Él se hace nuestro alimento, sustento y energía. En Jesús el donante y el donado son lo mismo. Y solo la fe nos ayuda a reconocer y entender a Jesús como el verdadero pan de vida, al que recibimos cuando nos acercamos a comulgar en cada eucaristía, y que nos capacita luego para convertirnos en alimento para dar la vida al mundo.
Un símbolo: Un grupo de fieles orando ante el Sagrario.
Una pregunta: ¿Estás aprovechando este tiempo de verano para redescubrir la presencia de Dios en la Eucaristía, en las personas, en la naturaleza, etc.?
Un versículo: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed”.
Un comentario postal: La gente busca a Jesús no tanto por sus palabras de vida y su mensaje de salvación sino porque han satisfecho sus necesidades materiales, y creen que es la persona indicada para sacarlas de su indigencia. No han entendido la señal que Jesús hizo ante sus ojos, y sólo desean estar cerca de aquel que puede saciar su hambre. Jesús lo sabe, por eso dice con claridad y contundencia: “me buscáis…porque comisteis pan hasta saciaros”, y añade, a continuación: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna”. Una expresión que nos recuerda aquella otra que dijo en el pasaje de las tentaciones en el desierto: “No sólo de pan vive el hombre”. ¡Cuánto tiempo pasamos en nuestra vida procurando que no nos falte “el alimento que perece”, el de los bienes materiales, indispensable para vivir, y cuánto nos queda aún para saber acoger la invitación de Jesús de trabajar por el “alimento que perdura”, que está en otro nivel, que dura para una vida sin término, y que lo necesitamos para vivir en este mundo, y sólo lo proporciona el mismo Jesús, Pan de Vida enviado por el Padre.
Es una tentación muy antigua y un peligro permanente en nuestras vidas el acercarnos a Jesús y buscarle con razones más o menos ocultas o interesadas. Tratamos de recurrir a Él de mil maneras diferentes para que nos consiga lo que nos falta o nos asegure lo que deseamos o aspiramos. Es una equivocación fruto de nuestro egoísmo. Si en algún momento de nuestra vida nos damos cuenta que seguimos a Jesús por intereses materiales y/o personales (amor de concupiscencia) y no por ser Él quien es (amor de benevolencia), no dudemos en pedirle perdón a Dios de todo corazón, y dejarnos modelar por las inspiraciones del Espíritu Santo que hará posible que sigamos a Cristo con transparencia, pureza de corazón y desinterés.
Podemos recordar aquel hermoso y profundo soneto, anónimo del siglo XVI, cuyas palabras hacemos nuestras: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte/ Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme el ver tu cuerpo tan herido, muéveme tus afrentas y tu muerte/ Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera que aunque no hubiera cielo yo te amara y aunque no hubiera infierno, te temiera./ No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara lo mismo que te quiero te quisiera”.
Un símbolo: Una Exposición del Santísimo Sacramento.
Una pregunta: ¿Buscas a Jesús de modo desinteresado o solo por lo que tiene y te puede dar?